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EL FRUTO DEL ESPÍRITU




En el libro de Gálatas capítulo 5 verso 22-23 encontramos la declaración del apóstol Pablo respecto al fruto del Espíritu en nuestras vidas. El texto literalmente dice así:
“Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza…”

Dios ha puesto en el hombre la semilla de su carácter, para que crezca y se manifieste en él. El hecho de que podamos amar a los demás, estar alegres, vivir en paz con todos, ser pacientes y amables, tratar bien a los demás, tener confianza en Dios, ser humildes y saber controlar nuestros malos deseos es una evidencia de la verdad bíblica de que somos a su imagen y semejanza. 

Pero debemos notar que este maravilloso fruto es producido en nosotros por el Espíritu. Es el Espíritu lo que nos hace ser esa clase de personas agradables.
Entonces, ¿qué pasó con aquellos que evidencian lo contrario al fruto del Espíritu?  Que en lugar de hacer bien, cometen actos de maldad, en lugar de ser humildes son arrogantes, en lugar de confiar en Dios son necios y cosas semejantes a estas?  ¿Es que acaso junto a esta semilla también está sembrada otra que produce frutos malos?

Según el contexto del texto, Pablo afirma que sí.  Junto al fruto del Espíritu está también el fruto de la carne. Es la carne la que produce todo deseo malo.
Entonces ¿cómo es que nosotros debemos lidiar con este fruto carnal de modo que reflejemos la imagen de Dios y no nos parezcamos al diablo?

Como a toda buena semilla se le debe proteger de la hierba mala, así debemos de cuidar de que el fruto del Espíritu crezca sano y fuerte dentro de nosotros.   
Dios ha puesto su semilla de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza, un total de 9 manifestaciones del Espíritu que debemos hacer evidente.

Crezcamos hasta ser fuertes en ella, hagamos que estas manifestaciones formen parte de nuestro carácter, es nuestra responsabilidad  alimentarla, regarla y protegerla. Y ¿cómo logramos esto?

La oración es una de las llaves

La oración que va acompañada de acción de gracias y de alabanza es una de las claves, pues, no sólo tiene el poder de sensibilizar el corazón, sino que nos permite sentir la presencia misma del Espíritu de Dios. El mismo Espíritu que produce en nosotros este fruto.

Por un lado, el que produce el fruto es el Espíritu, pero por otro está también nuestra determinación a cultivarlo y regarlo cada día con la oración.

La confesión de la Palabra de Dios es otra de las llaves

Así como oramos y pedimos, debemos también declarar con nuestra boca la realidad de sus promesas. En nuestros labios debe estar diariamente la confesión del fruto:

  • “Estoy lleno del amor de Dios, ese amor que sobrepasa todo entendimiento”
  • “Mi corazón está lleno del gozo del Espíritu. El gozo del Señor es mi fortaleza”
  • “Mi alma tiene abundante paz. Estoy lleno de esa paz que sobrepasa todo entendimiento”
  • “Estoy lleno de paciencia”
  • “Soy un hombre lleno de benignidad”
  • “Estoy lleno de la bondad de Dios. Mis ojos espirituales están abiertos y puedo ver la bondad de Dios en su creación, en los hombres y en las instituciones de la sociedad”
  • “Tengo tanta fe. Puedo ordenarle a la montaña que se mueva y se mueve. A los vientos y las tempestades igualmente”
  • “Soy un hombre manso como paloma, la humildad y la mansedumbre son algo que me caracteriza”
  • “Tengo la templanza del Espíritu, puedo dominar todo deseo malo”.
A manera de reflexión pienso que si todos los hombres de la tierra hiciéramos agigantar el fruto del Espíritu en nuestras vidas, podría imaginarme una sociedad ideal donde no hay lugar para el odio, los rencores y las venganzas. No habría hombres tristes, desanimados y deprimidos. No habría lugar para la ansiedad, el estrés y las guerras. El hombre no actuaría por sus impulsos carnales y no cometería imprudencias. No habría delincuencia, asaltos y violaciones. Viviríamos en una sociedad donde la maldad no existiría. No habría temor, improductividad y pobreza. No habría peleas y conflictos en los hogares ni entre vecinos, y los hombres no cometerían exabruptos.  

Es la sociedad ideal que Dios pensó originalmente en que viviéramos. Pero Dios nos dice que no todo está perdido, aún podemos tener algo del paraíso perdido en la tierra, la respuesta está en el fruto del Espíritu. Esta semilla está dentro de nosotros. Confiemos en que el Espíritu lo produzca en abundancia y por nuestra parte colaboremos orando y declarando en fe para su manifestación.

Jorge Arevalo

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