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El demonio emplumado

 


La selva peruana esconde muchos misterios. En una de las misiones de mi iglesia, cuando era muy joven, me encontré cara a cara con uno de ellos.

La selva amazónica, con su exuberante manto verde y sus sonidos ancestrales, era mi refugio. Sus árboles, que se erguían como gigantescos guardianes, y sus lianas que se entrelazaban formando intrincadas redes, me llenaban de asombro. Una noche, mientras surcábamos las aguas turbulentas del Marañón, una tormenta eléctrica descargó toda su furia sobre nosotros, obligándonos a buscar cobijo en un pequeño caserío perdido en la inmensidad de la selva.

El manto estrellado que antes había iluminado la noche se había desvanecido por completo, sumiéndonos en una oscuridad impenetrable. La humedad se filtraba por las grietas de la choza, empapando mis huesos y alimentando un creciente sentimiento de desasosiego. Acurrucado en un rincón, los sonidos de la selva me rodeaban como una maraña de serpientes invisibles, susurrando secretos oscuros que me helaban la sangre.

 

"El silbido del tunche"

 

Los lugareños nos habían prevenido sobre los tunches, espectros malignos que merodeaban por la selva, anunciando su presencia con un silbido que helaba la sangre. Conforme la noche se adentraba, un escalofrío recorrió mi espalda. De pronto, lo oí: un silbido agudo y penetrante que resonaba en la oscuridad. Era el tunche. Se acercaba, cada vez más, y su silbido se hacía más intenso, más amenazante.

 

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al sentir mi cuerpo entumecerse, como si una fuerza invisible me estuviera paralizando. Con un grito desgarrador, clamé al Señor, suplicando que me librara de aquel mal. En ese preciso instante, mis ojos se cruzaron con los de un pato que se abalanzaba sobre mí como un proyectil. Su pico, afilado como una daga, brillaba con una luz siniestra, y sus ojos, antes inofensivos, ardían con una intensidad sobrenatural. Fue entonces cuando comprendí: el tunche había tomado posesión de esa criatura, convirtiéndola en su arma para acabar conmigo.

 

Con un grito que rasgaba mi garganta, clamé al cielo, invocando el poderoso nombre de Jesús. En ese instante, sumido en el terror más profundo, sentí una presencia celestial envolverme como un manto protector. Era como si un ángel guardián se hubiera materializado a mi lado, erigiendo una barrera de luz resplandeciente entre el agresivo pato y yo. El animal, al percibir esa fuerza sobrenatural, se detuvo en seco, desorientado y atemorizado. Con un aleteo frenético, emprendió el vuelo, alejándose de mí como si hubiera sido tocado por una llama divina.

 

Al despuntar el alba, salí de la choza y respiré hondo el aire fresco de la selva. El canto de las aves y el murmullo del río me envolvieron en una sensación de paz y gratitud. En aquel lugar remoto, lejos de la civilización, había experimentado la inmensidad de la naturaleza y la fragilidad de la vida humana. Y sin embargo, había sentido una presencia protectora que me había acompañado en todo momento. Al mirar hacia el cielo, comprendí que mi fe había sido mi escudo, mi ancla en medio de la tormenta. Dios, en su infinita misericordia, había enviado a sus ángeles para velar por mí y guiarme a través de la oscuridad.


Jorge Arevalo

Capítulo 1 Libro "Ángeles"

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