Elvira y Tomás se amaban con la fuerza de un huracán. Sus almas, entrelazadas como raíces de árboles centenarios, se nutrían de una pasión que desafiaba al tiempo y la distancia. Sin embargo, un fantasma acechaba en la sombra de su felicidad: el miedo a la pérdida.
Elvira, marcada por un pasado
de abandono, veía en cada gesto de Tomás una posible despedida. Cada silencio,
cada mirada distante, alimentaba el monstruo de la inseguridad que rugía en su
interior. Sus celos, cual fiera enjaulada, la consumían, transformándola en una
sombra celosa y posesiva.
Tomás, por su parte, se
ahogaba en la atmósfera asfixiante que Elvira creaba. Sus intentos por
tranquilizarla, por demostrarle la inmensidad de su amor, se estrellaban contra
el muro infranqueable de la desconfianza. El peso de la sospecha, de la constante
vigilancia, comenzó a agrietar los cimientos de su amor.
Un día, agobiado por el clima
irrespirable, Tomás decidió alejarse. "No puedo vivir así", le dijo
con voz quebrada, "Tu miedo me está alejando, Elvira". Y con el
corazón hecho añicos, abandonó el hogar que compartían.
Elvira, al verse sola, se
enfrentó al abismo de su propio temor. El fantasma que tanto había temido se
había materializado, no por la acción de Tomás, sino por la suya propia. La
desesperación la invadió, pero en medio del caos, una chispa de esperanza se
encendió en su alma.
Recordó las palabras de su
abuela: "El amor no se posee, se libera. Confía en él, y él te
encontrará". Y con una fuerza renovada, Elvira decidió cambiar. Se aferró
a la fe, buscó ayuda en la oración y en la meditación. Trabajó en sanar las
heridas del pasado, en fortalecer su autoestima, en cultivar la confianza en sí
misma y en el poder del amor.
Meses después, transformada
por el perdón y la esperanza, Elvira se encontró con Tomás. Ya no era la mujer
atormentada por el miedo, sino una mujer serena y segura de sí misma. Sus ojos
brillaban con la luz de un amor renovado, un amor que había aprendido a
liberarse de las cadenas del temor.
Tomás, al verla, sintió cómo
su corazón volvía a latir con fuerza. Reconoció en ella la mujer que amaba,
pero liberada del fantasma que la había atormentado. Y comprendió que el amor,
cuando es verdadero, tiene la capacidad de renacer de las cenizas, más fuerte y
luminoso que antes.
Elvira y Tomás se abrazaron,
sellando un nuevo comienzo. Habían aprendido que el amor no se trata de
posesión, sino de libertad y confianza. Y que la fe, como un faro en la
tormenta, puede guiarnos de vuelta al camino de la felicidad.
Jorge Arevalo
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