Un escalofrío recorre tu
espalda. Sientes una presencia invisible que te observa, que te susurra al oído
con voz gélida. Es el fantasma del amor perdido, un espectro que se alimenta de
tus miedos más profundos, de la angustia atroz de la soledad, del abandono, del
rechazo.
Te acecha en la oscuridad,
recordándote cada herida del pasado, cada experiencia que te ha dejado marcado.
Te susurra que no eres digno de amor, que estás destinado a la soledad, que la
felicidad es una ilusión fugaz.
Sus garras se aferran a tu
corazón, inyectando veneno en tus venas. Celos enfermizos, posesividad
asfixiante, dependencia emocional que te consume. Te conviertes en una sombra
de ti mismo, aferrándote a relaciones tóxicas, saboteando cualquier posibilidad
de amor verdadero.
La ansiedad te corroe, la
depresión te envuelve en su manto oscuro. Te sientes vulnerable, inseguro,
incapaz de amar y ser amado. El fantasma se regocija con tu sufrimiento,
alimentándose de tu desesperación.
Marcos conocía bien esa
sensación. Había amado con intensidad, con la entrega absoluta de quien no teme
perderlo todo. Pero el destino le jugó una mala pasada, y el amor de su vida,
la mujer que creía su compañera eterna, decidió seguir otro camino.
El mundo de Marcos se
derrumbó. La tristeza lo invadió, el fantasma del amor perdido se apoderó de
él. Los celos lo atormentaban, la inseguridad lo carcomía. Se aferraba a
cualquier muestra de afecto, por pequeña que fuera, como un náufrago a una
tabla de salvación.
Pero en medio de la tormenta,
Marcos encontró un refugio. Buscó consuelo en la fe, en la palabra de Dios. En
la quietud de la oración, encontró la paz que tanto anhelaba. Descubrió que el
amor verdadero no se limita a las relaciones humanas, sino que se encuentra en
la fuente divina, en la conexión con el Creador.
Sentir el amor de Dios lo
transformó. Le dio la fuerza para perdonar, para sanar las heridas del pasado,
para aceptarse a sí mismo. Comprendió que su valor no dependía del amor de otra
persona, sino del amor incondicional que Dios le profesaba.
Marcos comenzó a construir una
nueva vida, basada en la confianza en sí mismo, en la fe y en el amor divino.
Aprendió a amar sin miedo, a disfrutar de la conexión genuina, a valorar la
libertad y la autenticidad.
Y así, liberado del fantasma
del amor perdido, Marcos floreció. Encontró la felicidad en la conexión con
Dios, en el amor a sí mismo y en las relaciones sanas que construyó, basadas en
el respeto y la reciprocidad.
La historia de Marcos nos
recuerda que el amor verdadero no se pierde, se transforma. Que incluso en los
momentos más oscuros, la fe y el amor divino pueden guiarnos hacia la luz,
hacia la plenitud y la felicidad.
Jorge Arevalo
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