2 Crónicas 34: 8 dice que “A los dieciocho años de su
reinado, después de haber limpiado la tierra y la casa (de los baales), envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías
gobernador de la ciudad, y a Joas hijo de Joacaz, canciller, para que reparasen
la casa de Jehová su Dios”.
Nos preguntamos cuál fue el propósito de las reformas religiosas del rey Josías. El joven rey era un hombre que cultivaba su espiritualidad. Pero también consideraba que cada uno del pueblo de Dios debía hacer lo mismo. Debían volver al Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob. El único Santo de Israel que los había rescatado de la esclavitud de los egipcios, que abrió el mar en dos para librarlos del ejército de Faraón, que impartió las leyes más sabias o los 10 mandamientos de la ley de Dios.
Israel se había apartado de la religión monoteísta de sus ancestros y la nación estaba plagado de dioses paganos caprichosos y crueles a quienes no dudaban de ofrecer sacrificios humanos para aplacar su ira. Josías no dudó en limpiar la nación de estos dioses. La creencia y la fe en estos extraños dioses trajeron como consecuencia el caos, la inmoralidad, la injusticia, y por ende las crisis económicas por la que estaban atravesando.
Pero Josías debía hacer algo más en cuanto a su primera reforma. Dispuso entonces reparar la casa de Dios para volver al verdadero culto al Señor y único Dios. Luego restauró la adoración en la casa de Dios, la institución de la fiesta de la Pascua o liberación para renovar el gozo y la gratitud del pueblo hacia Dios. Y cuando encontraron el libro de la ley entre los escombros del templo que había ordenado reconstruir dio una orden inmediata para que esta ley divina se leyera en cada rincón del país para que el pueblo anduviera en ella.
Con todas estas primeras disposiciones Josías esperaba ver un cambio en Israel, un nuevo tiempo de avivamiento espiritual, un nuevo orden que restablezca la justicia y la verdad en la nación.
El filósofo y teólogo holandés del siglo XVI Erasmo de Róterdam y su colega contemporáneo Tomás Moro coincidieron en afirmar que un gobernante debe ser un hombre virtuoso y humilde y debe tener un determinado tipo de conciencia (refiriéndose a la religión del líder).
Ellos veían beneficioso que el gobernante tenga un firme arraigo religioso y pureza cristiana para que su gestión esté caracterizada por la sabiduría, la integridad y la vigilancia de la justicia.
Lo contrario a nuestros tiempos en que denominados progresistas demandan ver que los líderes políticos del presente estén separados completamente aún de su fe personal. Y que nada de su fe religiosa influya en su filosofía de gobierno.
Pero nos preguntamos cómo se combatirá la corrupción en la sociedad y la perversidad de ciertos malos políticos. No son suficientes las leyes de transparencia emitidas por los legisladores de la Patria. Las leyes o decretos supremos no cambian el corazón del hombre. Hace falta una fe personal, una comunión del gobernante con Dios y temor a Su Palabra divina.
Cicerón abogaba para que los principales políticos de una nación se caractericen primeramente por ser justos, éticos, luego tengan modestia durante su administración.
Plutarco en su famosa obra “Vidas Paralelas” pone como ejemplo a Catón el Joven como el político ideal porque es quién lucha contra la corrupción, además es sencillo, noble y servidor sincero del pueblo.
Afirmo que todo esto es posible si el gobernante o legislador es un hombre espiritual, estrechamente ligado con Dios y Su Palabra que además provoque reformas en el mismo sistema y se cambien las leyes malas por leyes justas que traigan beneficio al pueblo y no a unos cuantos o sólo a ellos. Se requiere un gobierno del pueblo y para el pueblo.
Deuteronomio capítulo 17: 14-20 de las Sagradas Escrituras nos da la base del carácter del gobernante que debemos buscar elegir:
Nos preguntamos cuál fue el propósito de las reformas religiosas del rey Josías. El joven rey era un hombre que cultivaba su espiritualidad. Pero también consideraba que cada uno del pueblo de Dios debía hacer lo mismo. Debían volver al Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob. El único Santo de Israel que los había rescatado de la esclavitud de los egipcios, que abrió el mar en dos para librarlos del ejército de Faraón, que impartió las leyes más sabias o los 10 mandamientos de la ley de Dios.
Israel se había apartado de la religión monoteísta de sus ancestros y la nación estaba plagado de dioses paganos caprichosos y crueles a quienes no dudaban de ofrecer sacrificios humanos para aplacar su ira. Josías no dudó en limpiar la nación de estos dioses. La creencia y la fe en estos extraños dioses trajeron como consecuencia el caos, la inmoralidad, la injusticia, y por ende las crisis económicas por la que estaban atravesando.
Pero Josías debía hacer algo más en cuanto a su primera reforma. Dispuso entonces reparar la casa de Dios para volver al verdadero culto al Señor y único Dios. Luego restauró la adoración en la casa de Dios, la institución de la fiesta de la Pascua o liberación para renovar el gozo y la gratitud del pueblo hacia Dios. Y cuando encontraron el libro de la ley entre los escombros del templo que había ordenado reconstruir dio una orden inmediata para que esta ley divina se leyera en cada rincón del país para que el pueblo anduviera en ella.
Con todas estas primeras disposiciones Josías esperaba ver un cambio en Israel, un nuevo tiempo de avivamiento espiritual, un nuevo orden que restablezca la justicia y la verdad en la nación.
El filósofo y teólogo holandés del siglo XVI Erasmo de Róterdam y su colega contemporáneo Tomás Moro coincidieron en afirmar que un gobernante debe ser un hombre virtuoso y humilde y debe tener un determinado tipo de conciencia (refiriéndose a la religión del líder).
Ellos veían beneficioso que el gobernante tenga un firme arraigo religioso y pureza cristiana para que su gestión esté caracterizada por la sabiduría, la integridad y la vigilancia de la justicia.
Lo contrario a nuestros tiempos en que denominados progresistas demandan ver que los líderes políticos del presente estén separados completamente aún de su fe personal. Y que nada de su fe religiosa influya en su filosofía de gobierno.
Pero nos preguntamos cómo se combatirá la corrupción en la sociedad y la perversidad de ciertos malos políticos. No son suficientes las leyes de transparencia emitidas por los legisladores de la Patria. Las leyes o decretos supremos no cambian el corazón del hombre. Hace falta una fe personal, una comunión del gobernante con Dios y temor a Su Palabra divina.
Cicerón abogaba para que los principales políticos de una nación se caractericen primeramente por ser justos, éticos, luego tengan modestia durante su administración.
Plutarco en su famosa obra “Vidas Paralelas” pone como ejemplo a Catón el Joven como el político ideal porque es quién lucha contra la corrupción, además es sencillo, noble y servidor sincero del pueblo.
Afirmo que todo esto es posible si el gobernante o legislador es un hombre espiritual, estrechamente ligado con Dios y Su Palabra que además provoque reformas en el mismo sistema y se cambien las leyes malas por leyes justas que traigan beneficio al pueblo y no a unos cuantos o sólo a ellos. Se requiere un gobierno del pueblo y para el pueblo.
Deuteronomio capítulo 17: 14-20 de las Sagradas Escrituras nos da la base del carácter del gobernante que debemos buscar elegir:
Debe amar a su pueblo, vs 14-15
Debe tener vocación de servicio, vs 16
Debe ser fiel, vs 17
No debe enriquecerse con el dinero del pueblo, vs 17
Debe ser un asiduo lector de la Biblia, 18-19
Jorge Arévalo
Las reformas religiosas
Serie: Josías el rey reformador de Israel
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