Era una de esas noches medio terroríficas en el cuartel del Ejército por
la presencia de los muertísimos en el nido donde dormíamos los reclutas. Éstos recién
venidos de la zona de emergencia donde combatieron con los terrucos ahora se las
pagaban con nosotros y querían demostrar que eran verdaderos soldados y que
nosotros debíamos aprender a ser tan hombres como ellos.
Nos despertaron como a la medianoche, y ordenaron formación. Éramos un batallón como de 300 reclutas y los muertísimos algo como de 30. La formación que ordenaron fue hacer filas de 5. Yo habré estado a más de la mitad de distancia de los formados.
Escuchaba el grito de dolor de cada uno de mis compañeros que estaban siendo maltratados. Los muertísimos iban de recluta en recluta haciendo el camaleón (Un método de castigo que consistía en propinar puñetes y patadas al estómago, y a diferentes partes del cuerpo de la víctima y remataban dando un planchazo al pecho derribándo al suelo a la victima dejándole medio muerto).
Este era el tipo de castigo que infringían estos salvajes por lo que su presencia en nuestros pabellones generaba miedo y terror.
Luego de dos años de haber estado en la zona roja del Perú venian éstos con un hambre de sacar la mugre a todos los nuevos. Y lo lograban aprovechando la oscuridad de la noche y la no presencia de los superiores para saciar su apetito de violencia.
Había llegado mi turno, vi cuando golpearon de manera salvaje al compañero de al lado. Ahora me tocaba a mí.
Oré en mi espíritu pidiendo a Dios que me librara. Invocaba a Dios dentro de mí que perdonara a esta gente ignorante, pero que me salvara de ellos. Dije a Dios que pusiera su mano protectora de poder sobre mí y me guardara.
En eso, ocurrió algo extraño, inimaginable para mí, pues salió de entre ellos uno que mirándome a la cara pronunciaba mi nombre completo: “Jorge Hernando Arévalo Arévalo”. Yo no le conocía. “¿Te acuerdas de mí?”, vociferaba.
En realidad no le veía bien la cara, el ambiente mismo era medio oscuro. Pero me decía: “Yo fui tu promoción en el colegio, en el segundo año estudiamos juntos, estábamos en el mismo salón y luego me cambiaron y tú eras el que me enseñaba matemática”, lo cual era muy raro, porque bien recuerdo que todos mis años de estudiante de secundaria siempre era un desaprobado en este curso y en ese entonces venía arrastrando el jalado del primer año esperando salvar recién en los cursos vacacionales de Enero. Pero el muertísimo estaba seguro de lo que decía. Y muy seguro de conocerme.
En eso, vinieron sus compañeros para aplicarme el camaleón. Y para mi sorpresa el que decía que me conocía se puso en medio de entre ellos y yo protegiendome fuertemente con sus brazos y diciéndo a sus compañeros: “Con él no se metan, es mi primo”.
“Por favor promo, quítate de en medio, contigo no es la cosa, él tiene que recibir su regalo igual que los otros ”, le decían. “No y no, con él no se metan”, les contestó el ahora mi “primo protector”, “Si le tocan a él, se la verán conmigo”.
Por fin sus compañeros cedieron, no queriendo tener problemas con él pasaron delante de mí y fueron al que estaba al lado y continuaron con sus castigos hasta el último de los nuevos.
Mi protector viéndome a salvo se retiró entonces diciéndome: “Ya promo, estás seguro, otro día nos vemos”, y se despidió amablemente de mí complacido de haberme librado de la tanda de sus compañeros.
Aliviado, levanté mis ojos al cielo y di gracias a Dios por usar como mi ángel a una persona que no conocía, que salió de entre los mismos salvajes para protegerme de una manera especial del castigo del camaleón.
Nos despertaron como a la medianoche, y ordenaron formación. Éramos un batallón como de 300 reclutas y los muertísimos algo como de 30. La formación que ordenaron fue hacer filas de 5. Yo habré estado a más de la mitad de distancia de los formados.
Escuchaba el grito de dolor de cada uno de mis compañeros que estaban siendo maltratados. Los muertísimos iban de recluta en recluta haciendo el camaleón (Un método de castigo que consistía en propinar puñetes y patadas al estómago, y a diferentes partes del cuerpo de la víctima y remataban dando un planchazo al pecho derribándo al suelo a la victima dejándole medio muerto).
Este era el tipo de castigo que infringían estos salvajes por lo que su presencia en nuestros pabellones generaba miedo y terror.
Luego de dos años de haber estado en la zona roja del Perú venian éstos con un hambre de sacar la mugre a todos los nuevos. Y lo lograban aprovechando la oscuridad de la noche y la no presencia de los superiores para saciar su apetito de violencia.
Había llegado mi turno, vi cuando golpearon de manera salvaje al compañero de al lado. Ahora me tocaba a mí.
Oré en mi espíritu pidiendo a Dios que me librara. Invocaba a Dios dentro de mí que perdonara a esta gente ignorante, pero que me salvara de ellos. Dije a Dios que pusiera su mano protectora de poder sobre mí y me guardara.
En eso, ocurrió algo extraño, inimaginable para mí, pues salió de entre ellos uno que mirándome a la cara pronunciaba mi nombre completo: “Jorge Hernando Arévalo Arévalo”. Yo no le conocía. “¿Te acuerdas de mí?”, vociferaba.
En realidad no le veía bien la cara, el ambiente mismo era medio oscuro. Pero me decía: “Yo fui tu promoción en el colegio, en el segundo año estudiamos juntos, estábamos en el mismo salón y luego me cambiaron y tú eras el que me enseñaba matemática”, lo cual era muy raro, porque bien recuerdo que todos mis años de estudiante de secundaria siempre era un desaprobado en este curso y en ese entonces venía arrastrando el jalado del primer año esperando salvar recién en los cursos vacacionales de Enero. Pero el muertísimo estaba seguro de lo que decía. Y muy seguro de conocerme.
En eso, vinieron sus compañeros para aplicarme el camaleón. Y para mi sorpresa el que decía que me conocía se puso en medio de entre ellos y yo protegiendome fuertemente con sus brazos y diciéndo a sus compañeros: “Con él no se metan, es mi primo”.
“Por favor promo, quítate de en medio, contigo no es la cosa, él tiene que recibir su regalo igual que los otros ”, le decían. “No y no, con él no se metan”, les contestó el ahora mi “primo protector”, “Si le tocan a él, se la verán conmigo”.
Por fin sus compañeros cedieron, no queriendo tener problemas con él pasaron delante de mí y fueron al que estaba al lado y continuaron con sus castigos hasta el último de los nuevos.
Mi protector viéndome a salvo se retiró entonces diciéndome: “Ya promo, estás seguro, otro día nos vemos”, y se despidió amablemente de mí complacido de haberme librado de la tanda de sus compañeros.
Aliviado, levanté mis ojos al cielo y di gracias a Dios por usar como mi ángel a una persona que no conocía, que salió de entre los mismos salvajes para protegerme de una manera especial del castigo del camaleón.
EL CAMALEÓN DE LOS MUERTÍSIMOS
Serie: “Ángeles”
Comentarios
Publicar un comentario