Me correspondía presentarme en la Quinta Región
Militar. Era el tiempo en que los jóvenes íbamos a servir a nuestra Patria en
el ejército. Tenía cumplido los 18 años, exacto. La primera fase a pasar en los primeros dos
meses era el de recluta o el de perro, antes de ser soldado.
Por dicha tenía yo un cuñado de sub oficial, trompetista y director de la banda de música dentro del cuartel que estaba al tanto de mí y que en las horas del rancho me llamaba a la cocina para comer a la mesa con él, mientras todos mis compañeros reclutas comían fuera, parados, teniendo en las manos los platos de aluminio baratos en que te sirven la comida caliente y con tan sólo unos minutos para acabarlo todo.
Tal privilegio llamaba la atención de los antiguos soldados del comedor quienes eran los que atendían, desde cabos, sargentos y algunos otros sub oficiales promoción de mi cuñado que veían con desagrado y rabia mi presencia en la cocina, cuando mi lugar era el de estar fuera haciendo la fila de los perros.
Habían también “muertísimos” en la cocina (así les llamaban a los soldados que retornaban de las zonas de la selva alta del Perú donde se enfrentaban a los terroristas), quienes al ver mi suerte juraron masacrarme cuando me encontrara sólo. Y vaya que sí lo intentaron.
Me encontraba una tarde a la hora de la siesta sentado fuera del galpón donde ponían a dormir a los nuevos. Mis compañeros descansaban dentro. Yo acostumbraba a meditar y orar en lugar de dormir en esa hora.
En eso vi a tres muertísimos de la cocina que se aproximaban en dirección a mí, yo estaba seguro que venían para estropearme. Era el momento para ellos, me la tenían jurada, aprovecharían que estaba sólo para descargar toda su cólera y su envidia hacia mí por los privilegios del comedor.
Pretendí escaparme del lugar, miré hacia mi derecha para echar a correr pero había un par más de ellos acercándose por ese lado. Entonces, intenté por la izquierda, pero otro par más venían por ahí. Estaba rodeado. Sólo me quedaba la opción de huir por debajo del galpón pero la tierra era húmeda y medio pantanoso, temía de alguna serpiente o algún otro animal peligroso.
No me quedaba escapatoria, estaba como los israelitas cuando salieron de Egipto y de pronto Faraón comenzó a perseguirlos y no tenían más a dónde huir, sólo el mar frente a ellos. Y se pusieron a orar.
Yo hice lo mismo, me lancé al piso y teniendo la frente en tierra como en humillación empecé a clamar a Dios. “Padre, libérame de estos muertísimos que me quieren matar”. “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, ten misericordia de mí”.
Con el rostro aún en el suelo y de rodillas esperaba sentir los golpes de sus patadas y puñetes. Pero pasaban los minutos y nada me sucedía. Entonces, levanté mi mirada esperando verlos a mi alrededor y ohh sorpresa, no había ninguno de ellos.
Se esfumaron. Desaparecieron como por arte de magia. En eso veo a mi cuñado acercándose hacia mí y viéndome fuera de mi galpón de descanso me dijo: “¿Jorge, qué haces aquí?”, “¿No estás durmiendo?”. Le dije que yo acostumbraba orar en ese tiempo. Y le conté de los muertísimos que vinieron por mí para aniquilarme pero que seguro al verle a él se escabulleron.
Entonces mi cuñado me contó que él también usaba ese tiempo para dormir un poco, pero que fue despertado por alguien que le tocó en su costado y le susurró al oído: “Ve a ver a Jorge”. No sabía él quien pudo haber sido. “Fue mi ángel quién te despertó y te hizo venir donde mí”, le dije. “Y llegaste en el momento preciso en que los muertísimos estaban casi encima de mí y me salvaste”.
Y los dos mirándonos a la cara nos sonreímos.
Por dicha tenía yo un cuñado de sub oficial, trompetista y director de la banda de música dentro del cuartel que estaba al tanto de mí y que en las horas del rancho me llamaba a la cocina para comer a la mesa con él, mientras todos mis compañeros reclutas comían fuera, parados, teniendo en las manos los platos de aluminio baratos en que te sirven la comida caliente y con tan sólo unos minutos para acabarlo todo.
Tal privilegio llamaba la atención de los antiguos soldados del comedor quienes eran los que atendían, desde cabos, sargentos y algunos otros sub oficiales promoción de mi cuñado que veían con desagrado y rabia mi presencia en la cocina, cuando mi lugar era el de estar fuera haciendo la fila de los perros.
Habían también “muertísimos” en la cocina (así les llamaban a los soldados que retornaban de las zonas de la selva alta del Perú donde se enfrentaban a los terroristas), quienes al ver mi suerte juraron masacrarme cuando me encontrara sólo. Y vaya que sí lo intentaron.
Me encontraba una tarde a la hora de la siesta sentado fuera del galpón donde ponían a dormir a los nuevos. Mis compañeros descansaban dentro. Yo acostumbraba a meditar y orar en lugar de dormir en esa hora.
En eso vi a tres muertísimos de la cocina que se aproximaban en dirección a mí, yo estaba seguro que venían para estropearme. Era el momento para ellos, me la tenían jurada, aprovecharían que estaba sólo para descargar toda su cólera y su envidia hacia mí por los privilegios del comedor.
Pretendí escaparme del lugar, miré hacia mi derecha para echar a correr pero había un par más de ellos acercándose por ese lado. Entonces, intenté por la izquierda, pero otro par más venían por ahí. Estaba rodeado. Sólo me quedaba la opción de huir por debajo del galpón pero la tierra era húmeda y medio pantanoso, temía de alguna serpiente o algún otro animal peligroso.
No me quedaba escapatoria, estaba como los israelitas cuando salieron de Egipto y de pronto Faraón comenzó a perseguirlos y no tenían más a dónde huir, sólo el mar frente a ellos. Y se pusieron a orar.
Yo hice lo mismo, me lancé al piso y teniendo la frente en tierra como en humillación empecé a clamar a Dios. “Padre, libérame de estos muertísimos que me quieren matar”. “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, ten misericordia de mí”.
Con el rostro aún en el suelo y de rodillas esperaba sentir los golpes de sus patadas y puñetes. Pero pasaban los minutos y nada me sucedía. Entonces, levanté mi mirada esperando verlos a mi alrededor y ohh sorpresa, no había ninguno de ellos.
Se esfumaron. Desaparecieron como por arte de magia. En eso veo a mi cuñado acercándose hacia mí y viéndome fuera de mi galpón de descanso me dijo: “¿Jorge, qué haces aquí?”, “¿No estás durmiendo?”. Le dije que yo acostumbraba orar en ese tiempo. Y le conté de los muertísimos que vinieron por mí para aniquilarme pero que seguro al verle a él se escabulleron.
Entonces mi cuñado me contó que él también usaba ese tiempo para dormir un poco, pero que fue despertado por alguien que le tocó en su costado y le susurró al oído: “Ve a ver a Jorge”. No sabía él quien pudo haber sido. “Fue mi ángel quién te despertó y te hizo venir donde mí”, le dije. “Y llegaste en el momento preciso en que los muertísimos estaban casi encima de mí y me salvaste”.
Y los dos mirándonos a la cara nos sonreímos.
LIBRADO DE LOS MUERTÍSIMOS
Serie: “Ángeles”
Serie: “Ángeles”
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