Sucedió hace muchos años
atrás, en uno de los viajes misioneros a la selva, a eso de las siete de la noche, partíamos en
una mediana lancha del puerto Masusa, Iquitos, con destino a Trompeteros, provincia
de Loreto, un grupo de ocho jóvenes de mi iglesia, de los cuales era yo el
líder. La misión consistía en ir a dar unas prédicas sobre la Palabra de Dios a
un contingente de obreros de la empresa EPOCA, que en ese entonces prestaba
servicios a Petroperú.
A diez minutos de navegar el barco por el imponente Amazonas, en la oscuridad de la noche de una selva sin luna, estando yo cómodamente echado sobre mi hamaca, que comencé a escuchar alaridos de gente aterrorizada que corrían hacia la proa. ¿Qué sucede?, me preguntaba. “Joven, levántese que el barco se hunde”, alcancé a oír a una persona. Consciente de lo que sucedía y sin volver a ponerme la zapatilla, corrí también donde estaban todos, el barco se estaba sumergiendo desde la parte de atrás.
Un tripulante de la lancha confundiéndose conmigo, pensando que era su capitán me tiró un salvavidas desde la cabina de donde estaba, diciéndome: “Capitán, sálvese”. Con el flotador como coraza, levanté mi mirada hacia un lado de la orilla para ver cuánto nadaría pero no alcanzaba ver nada. Pasé mi vista hacia el otro lado pero tampoco había orilla, era el tiempo en que el río estaba crecido. Todo lo que se veía era agua, había olvidado que estábamos sobre el río más majestuoso de todos los ríos del mundo incomparable en anchura y caudal. Aunque aún se podía ver tenuemente las luces del puerto de donde zarpamos, no había modo de hacer saber a capitanía el peligro en que estábamos, la embarcación no tenía bueno la luz de emergencia, ni contaba con otro instrumento que diera señal alguna de auxilio. Ninguno en el muelle podía darse cuenta de lo que nos estaba pasando.
Una señora con su niño al verme que llevaba salvavidas me tomó de uno de los brazos, luego otra del otro, y sin exagerar la historia, otros dos jóvenes hicieron lo mismo con mis piernas. ¡Cómo podía nadar para salvarme¡ estábamos en medio del helado río, y con el peso de los que me tenían agarrado pensé “de aquí no me salvo”. Mi mente se desenrolló como esas películas de cámara antigua, las escenas de mi vida desde mi niñez pasaron por frente de mí y se paró hasta la imagen de mi primogénita de dos años.
De pronto en medio de los gritos de terror de la gente, comencé a escuchar algunos rezos a diferentes dioses como los del Olimpo. Por entre mis ojos empezaron a salir algunas lágrimas de tristeza y despido, cuando en eso, una voz del cielo fuerte e inconfundible sonó entre mis oídos no sé si los espirituales, “¿Por qué no clamas a mí?”, me dijo. Reaccionando mi pasiva alma, recordé un pasaje de las Escrituras en Romanos 10: 13 que dice: “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo”. Entonces, abrí mi boca y exclamando dije: “En el nombre de Jesússsssssssssssssss”, Dios Padre, sálvanos”. Con qué fuerza habré clamado que toda la gente en la proa hizo un silencio como de expectación y luego de unos segundos al unísono me dijeron: “Joven, sigue clamando a tu Dios, sigueeee”.
Continué la oración pidiendo al Padre que envíe sus ángeles y sostenieran el barco para que no se hundiera. Y al instante me vino hubo una paz, un alivio, un respiro como de salvación y todos sentimos que estabámos seguros. No sabía que el alcalde de la localidad a que nos dirigíamos estaba allí con nosotros y se dirigió hacia dentro del barco, entre el disgusto de la gente que le decía: “No entre señor alcalde, su peso puede hacer hundir la lancha”. A lo que él respondió: “No, este barco ya no se hunde”.
Minutos después salió de dentro y dijo que ya todo estaba bien, y dio instrucciones al monitor que condujera despacio el barco hacia la orilla para sacar la sobrecarga y luego continuar la marcha.
Llegando al canto medio pantanoso del río, descargaron el exceso de materiales de la bodega de la nave, pero mucha gente prefirió bajarse y quedarse en la intemperie de la húmeda tierra no importando pasar la noche allí hasta recibir el rescate.
Mi grupo y yo también nos bajamos por el miedo, pero luego me vino al pensamiento que era mejor volver a subirnos y continuar el viaje a la misión, que quién sabe por nosotros ese barco no se hundiría en el camino y Dios nos haría instrumentos de salvación de todos los viajeros.
A la medianoche mientras procuraba dormir un poco nuevamente sobre mi hamaca, escuché que el cobrador me buscaba, “¿dónde está el joven que oró para que este barco no se hundiera?”, lo que me llamó la atención puesto que para mí muchos oraron aunque a su manera.
Encontrándome el cobrador me dijo: “De parte del alcalde, usted y su grupo no pagarán el pasaje, además usted tendrá hospedaje gratuito en el recién inaugurado hotel del distrito”. A lo que yo le respondí: “Dios es bueno, él envió sus ángeles para sostener el barco y no pereciéramos debajo de las aguas”.
A diez minutos de navegar el barco por el imponente Amazonas, en la oscuridad de la noche de una selva sin luna, estando yo cómodamente echado sobre mi hamaca, que comencé a escuchar alaridos de gente aterrorizada que corrían hacia la proa. ¿Qué sucede?, me preguntaba. “Joven, levántese que el barco se hunde”, alcancé a oír a una persona. Consciente de lo que sucedía y sin volver a ponerme la zapatilla, corrí también donde estaban todos, el barco se estaba sumergiendo desde la parte de atrás.
Un tripulante de la lancha confundiéndose conmigo, pensando que era su capitán me tiró un salvavidas desde la cabina de donde estaba, diciéndome: “Capitán, sálvese”. Con el flotador como coraza, levanté mi mirada hacia un lado de la orilla para ver cuánto nadaría pero no alcanzaba ver nada. Pasé mi vista hacia el otro lado pero tampoco había orilla, era el tiempo en que el río estaba crecido. Todo lo que se veía era agua, había olvidado que estábamos sobre el río más majestuoso de todos los ríos del mundo incomparable en anchura y caudal. Aunque aún se podía ver tenuemente las luces del puerto de donde zarpamos, no había modo de hacer saber a capitanía el peligro en que estábamos, la embarcación no tenía bueno la luz de emergencia, ni contaba con otro instrumento que diera señal alguna de auxilio. Ninguno en el muelle podía darse cuenta de lo que nos estaba pasando.
Una señora con su niño al verme que llevaba salvavidas me tomó de uno de los brazos, luego otra del otro, y sin exagerar la historia, otros dos jóvenes hicieron lo mismo con mis piernas. ¡Cómo podía nadar para salvarme¡ estábamos en medio del helado río, y con el peso de los que me tenían agarrado pensé “de aquí no me salvo”. Mi mente se desenrolló como esas películas de cámara antigua, las escenas de mi vida desde mi niñez pasaron por frente de mí y se paró hasta la imagen de mi primogénita de dos años.
De pronto en medio de los gritos de terror de la gente, comencé a escuchar algunos rezos a diferentes dioses como los del Olimpo. Por entre mis ojos empezaron a salir algunas lágrimas de tristeza y despido, cuando en eso, una voz del cielo fuerte e inconfundible sonó entre mis oídos no sé si los espirituales, “¿Por qué no clamas a mí?”, me dijo. Reaccionando mi pasiva alma, recordé un pasaje de las Escrituras en Romanos 10: 13 que dice: “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo”. Entonces, abrí mi boca y exclamando dije: “En el nombre de Jesússsssssssssssssss”, Dios Padre, sálvanos”. Con qué fuerza habré clamado que toda la gente en la proa hizo un silencio como de expectación y luego de unos segundos al unísono me dijeron: “Joven, sigue clamando a tu Dios, sigueeee”.
Continué la oración pidiendo al Padre que envíe sus ángeles y sostenieran el barco para que no se hundiera. Y al instante me vino hubo una paz, un alivio, un respiro como de salvación y todos sentimos que estabámos seguros. No sabía que el alcalde de la localidad a que nos dirigíamos estaba allí con nosotros y se dirigió hacia dentro del barco, entre el disgusto de la gente que le decía: “No entre señor alcalde, su peso puede hacer hundir la lancha”. A lo que él respondió: “No, este barco ya no se hunde”.
Minutos después salió de dentro y dijo que ya todo estaba bien, y dio instrucciones al monitor que condujera despacio el barco hacia la orilla para sacar la sobrecarga y luego continuar la marcha.
Llegando al canto medio pantanoso del río, descargaron el exceso de materiales de la bodega de la nave, pero mucha gente prefirió bajarse y quedarse en la intemperie de la húmeda tierra no importando pasar la noche allí hasta recibir el rescate.
Mi grupo y yo también nos bajamos por el miedo, pero luego me vino al pensamiento que era mejor volver a subirnos y continuar el viaje a la misión, que quién sabe por nosotros ese barco no se hundiría en el camino y Dios nos haría instrumentos de salvación de todos los viajeros.
A la medianoche mientras procuraba dormir un poco nuevamente sobre mi hamaca, escuché que el cobrador me buscaba, “¿dónde está el joven que oró para que este barco no se hundiera?”, lo que me llamó la atención puesto que para mí muchos oraron aunque a su manera.
Encontrándome el cobrador me dijo: “De parte del alcalde, usted y su grupo no pagarán el pasaje, además usted tendrá hospedaje gratuito en el recién inaugurado hotel del distrito”. A lo que yo le respondí: “Dios es bueno, él envió sus ángeles para sostener el barco y no pereciéramos debajo de las aguas”.
Jorge Arévalo
SALVADOS EN EL AMAZONAS
Serie: “Ángeles”
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